Morí,
creo que a causa de una sepsis pulmonar. Avancé un poco y fui unas paredes más
allá a despedirme de mis hijos y de mi ex esposa, sin que lo notaran. Entonces me
pregunté ¿y ahora qué? No había túnel ni nadie que viniera a buscarme. De alguna forma llegué a una especie de prado con
un brillo inusitado. Algunas personas me recibieron con alegría. Pregunté si
esto era el cielo y rieron con ganas. A su vez me señalaron un ¿ya nos
olvidaste? Hablaron del que había sido yo antes de nacer en la tierra, pero yo
no lo recordaba. Luego fuimos hasta algo así como una ciudad con una geometría
muy particular. Allí quedé solo entre unas ¿paredes? azuladas, hasta que un ser
algo grave vino a buscarme. ¿Dónde vamos?, pregunté. El Consejo te espera, dijo.
No sabía de qué hablaba, quise indagar, pero no me facilitó las cosas, sólo aseguró
que él me acompañaría. Esperaba encontrar algo más formal, por ejemplo un
tribunal, donde se me pediría cuentas de lo que hice y lo que dejé de hacer en mi
reciente vida terrenal. En cambio, fuimos a un tipo de jardín poblado de
hermosas flores. Los seres que allí estaban se acercaron. Nos sentamos en unos
bancos blancos que hacían un semicírculo. Mi acompañante estaba detrás de mí. Una
mujer que destilaba maternidad tomó la palabra. Me aclaró, de seguro leyendo mi
pensamiento, que aquello no era un juicio ni nada parecido. Sólo es una
conversación, o un simple ejercicio, remató. Luego me invitó a definir en una
palabra la vida que había llevado en la Tierra... No sabía qué responder. ¿Se trataba de un
juego o algo así? ¿Y estas cosas se permiten en el más allá? Miré como pude a
mi acompañante y él, aún grave, sólo me miraba. La mujer insistió y todos esperaban
que yo dijese algo. Pensé un poco en mis logros como empresario y dije:
“Autorrealización”. Todos rieron con fuerza y la mujer dijo que esa no contaba.
¿Por qué?, quise saber. Ella me indicó que eso era algo tácito en este mundo,
que era algo así como si le preguntasen a un adolescente terrestre cuál era su
meta y él respondiese: “Crecer unos centímetros”. Ahora sí que estaba
confundido en esa situación absurda, sin referencias en las cuales apoyarme.
Pensé otro momento, y ellos y ellas esperaban con demasiada tranquilidad. ¿Qué
quieren que diga?, me preguntaba. Otra palabra vino a mí con alguna fuerza y la
pronuncié en voz alta: “Piedad”. Se miraron entre sí y asintieron. Con cierta
vergüenza, inicié recordando mis gritos y mi poca paciencia con aquéllos que me
acompañaban en aventuras empresariales, a razón de que las ganancias no crecían
como yo lo esperaba. ¿De qué piedad hablo? Pero de inmediato sobrevinieron tropeles
de recuerdos diferentes, en los que yo –niño- inclinado a la orilla de un
barranco intentaba salvar al gato de la familia, yo –adolescente- acompañaba a una desorientada
anciana a la vivienda que buscaba, mientras mis amiguitos se reían de mí, yo
–adulto joven- inventaba formas de juegos cooperativos en aquel refugio de
sobrevivientes a la terrible tormenta, yo –más adulto- trataba de entender a mi
entonces esposa y a mis hijos, para que cada cual llevara la mejor vida posible.
De pronto, mis interlocutores se levantaron y empezaron a reírse y a caminar en
diversas direcciones, sin que yo terminase de comprender qué ocurría. Hasta mi
acompañante reía pleno de ánimos. La
dama materna se me acercó y me dijo que todo era parte de un juego, pero que no
pensara que por ello se trataba de algo fatuo, trivial. Me tomaron de los
brazos y me sumergieron en una especie de danza colectiva. Entonces me sentí
despertar.
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