Intentamos caracterizar la ética en Nuestramérica (América
Latina) desde la conformación histórica de los actuales movimientos sociales.
Lo hacemos bajo el supuesto de que tales movimientos tienen como cualidad
primordial la superación de milenarias situaciones de opresión, injusticia e
inequidad a las que históricamente han sido sometidos nuestros pueblos y
naciones. Y, en esa búsqueda emancipadora, pueden irse creando las bases para
la construcción colectiva de nuevos e inéditos estadios sociales.
¿Desde dónde miramos?
Entendemos
que la ética es expresión de momentos y condiciones históricas muy específicas.
Siendo este el caso, hablar de ética es asumir sin reservas posibilidades de reinterpretar
permanentemente la historia. El caso de Nuestramérica, por ejemplo, nos habla
de un proceso que, desde el siglo XV hasta hoy, ha estado signado por perennes invasiones:
de España-Portugal primero, y luego de Inglaterra y Estados Unidos. Tales
invasiones han traído consigo procesos de coloniaje y vasallaje que implican formas
de sometimiento de nuestras sociedades americanas en lo político-militar, lo
socioeconómico, lo lingüístico-cultural y lo institucional.
Lo
anterior se traduce en que estos procesos seculares de dominación, incorporados
a los llamados aparatos ideológicos de los estados, nos han hecho asumir el
discurso implicado en ellos. De esta forma, hablamos el lenguaje de los que
intentan dominarnos, como si fuese el nuestro.
En
consecuencia, nos han hecho suponer que la humanidad toda, tras sucesivos
intentos, ha logrado el estadio final de un proceso de civilización creciente, que
lleva implícito el progreso, lo bueno, lo noble. No sobra decir que –desde esta
óptica- existen países que supuestamente se acercan más que otros a tal
estadio: los Estados Unidos y otros países europeos, tales como Inglaterra,
Alemania y Francia. Y, por ende el papel nuestro como pueblos latinoamericanos sería
el de imitar a tales avatares.
Este
discurso que nos inunda desde la organización social dominante y desde los
mensajes que emiten las grandes transnacionales de la comunicación, nos han
convencido de algunos supuestos desde los que, inconscientemente, orientamos nuestra vida, es decir, una ética
del vasallaje. Por ejemplo:
1. La
competencia feroz entre seres humanos ha de ser nuestro estado natural. Pues
desde una supuesta evolución, la competencia está inscrita en nuestra naturaleza, y se liga con la
búsqueda de supervivencia. En otras palabras, para sobrevivir hemos de competir
entre nosotros y nosotras a ver quién se queda con los recursos. Sólo los más
aptos quedarán (el darwinismo social).
2. Siendo
la competencia la “forma natural” de la vida, el Estado ha de responder a ese
supuesto. Así, mientras menos regulaciones y controles ejerza el estado, mejor
podremos desplegar nuestros mecanismos competitivos para sobrevivir.
Extrañamente, si en el mundo animal los menos aptos perecen, en nuestras
sociedades se supone que el éxito de unos puede terminar ayudando a vivir a otros
individuos no tan capaces, eso sí, si se pliegan a las normas de los
triunfadores. Así, la libertad es fundamentalmente la libertad de competir y
avasallar.
3. Si
en el mundo animal la vida misma y el
potencial genético de los vencedores son indicadores de éxito, en las
sociedades humanas lo es la apropiación del capital, llave de la obtención de
recursos (capital). Quien más acumula, manda.
4. En
el mundo social competitivo, la naturaleza es sólo una mercancía más, otra fuente
de riqueza, y de esa forma hay que tratarla. Cabe exprimirla y saquearla
sistemáticamente para obtener sus tesoros. Eso han tratado de enseñarnos.
5. Esta
visión materialista, competitiva, se ha erigido desde la desacralización
creciente del mundo, la desaparición progresiva de la espiritualidad, del mundo
metafórico vivo, el predominio de ciertas posiciones científicas y
cientificistas que reducen toda la riqueza vital a meros procesos materiales
observables y medibles.
A
partir de esos supuestos, podemos construir algunas pautas implícitas en la
ética dominante. Son esquemas que muchas veces rigen nuestros comportamientos desde
las sombras, sin que lo sepamos plena y conscientemente. Y, usualmente, mientras
tendemos a valorar con fuerza estos valores impuestos, atribuimos una gran
debilidad a ciertas características ínsitas en nuestra conformación histórica:
la empatía, la fraternidad, la cooperación y la solidaridad.
La ética desde la visión colonizada:
Desde la óptica de la visión
que nos ha sido impuesta, se concibe que…
Ø Somos
seres individuales, solitarios, amenazados
por otros seres humanos, siempre a la defensiva. En vez de unirnos con ellos y
ellas, se supone que debemos enfrentarlos y enfrentarlas para apropiarnos de
las cosas. Hemos de ser personas “exitosas”, “triunfantes”, para obtener las
cosas y los símbolos que nos asegurarán la vida que queramos tener, aunque para
ello tengamos que atropellar y someter a otros seres humanos, o subyugar y
hasta destruir la propia Naturaleza. Eso lo haremos con la fuerza de nuestros
poderes y recursos, o con los modos en que hemos podido desarrollar la llamada viveza criolla.
Ø Somos
seres hetero-referenciados, cuyas pautas para mirarnos y reconocernos están en
los patrones culturales impuestos. Así,
podremos asumir el supuesto progreso y la civilización en la medida que dejemos
de parecernos a nosotros mismos (como latinoamericanos) y seamos cada vez más
semejantes a como se supone son las personas y las naciones “exitosas” de los
Estados Unidos, y acaso de Europa. Entonces, nos han hecho creer que no éramos
nada hasta que fuimos “descubiertos” y “civilizados” por otros pueblos. Y éramos
ociosos y perezosos hasta que emigrantes de otros continentes vinieron a constituirnos
como verdadera sociedad.
Ø Lo anterior hace que podamos llegar a despreciarnos
como pueblo (negar o tergiversar nuestra historia, nuestra
cultura, nuestro lenguaje), para intentar encarnar los prototipos vomitados por
los aparatos ideológicos de los colonizadores. De esta forma, lo indígena, lo
campesino, lo ancestral, que traen consigo relaciones de mutualismo,
confraternidad, constituyen “pesados fardos” de los que tenemos que liberarnos
para entrar de verdad en la modernidad.
Ejemplo
de lo anterior, en el caso de Venezuela, se manifiesta en que el espacio
fundamental de identidad hasta ahora predominante responde –con vaivenes y
bemoles- a la historia de occidente. Es decir, muchos venezolanos se sienten
parte del mundo occidental, de su relato de progreso creciente (con sus modos de vida, sus valores, su
tecnología), en contraposición con lo indígena, africano, árabe, incluso
asiático, que para ellos representa lo primitivo, lo inferior, lo salvaje. Y
por ello hay amplia resistencia ante propuestas y estrategias de estado que
tiendan a alejarnos de esos patrones.
Y estas
creencias son tan fuertes que, a pesar de las crisis mundiales (económica,
política, social, cultural, ecológica) del sistema capitalista, que no sólo
afectan ya en gran magnitud a las naciones pobres, sino también a las más
emblemáticas (como los Estados Unidos, Inglaterra, Francia), muchos siguen sintiendo que de lo que se trata es de
emprender los propios negocios, posicionar nuestros proyectos empresariales en
el sistema económico mundial y ser exitosos y exitosas. Como si tales crisis
constituyesen apenas un mal sueño del que pronto despertaremos, y no
situaciones límite que han de llevarnos a cambiar radicalmente nuestras
visiones de futuros posibles.
Nuevos escenarios sociales en América
Latina
No
obstante lo anterior, en América Latina las cosas han empezado a cambiar. Entre
otros, hay dos factores que propician estas transformaciones: los ensayos
políticos a gran escala –desde políticas de estado-, como por ejemplo en
Venezuela, Ecuador y Bolivia, y los llamados movimientos sociales. Enfatizaremos
en estos últimos.
Hablar
de movimientos sociales es referirnos –a lo largo de nuestra historia- a una diversidad de iniciativas
organizacionales integradas a
las vidas cotidianas, que implica en sí acciones
insurreccionales, con una escasa división del
trabajo, donde los propios colectivos dan y ejecutan las órdenes
de modo simultáneo. Estos movimientos sociales alimentados por las fuerzas sociales emergentes (movimientos
de género, indígenas, negros, defensores del ambiente, entre otros), inician
luchas reivindicativas que luego han pasado a constituir proyectos político-culturales que apuntan a nuevos procesos pluralistas de civilización, realmente
planetarios,
posracistas,
poscoloniales y
probablemente posmodernos.
Los movimientos latinoamericanos
están constituidos por comunidades vinculadas a la naturaleza como medio y
sentido de vida (por ejemplo indígenas, campesinos), experiencias locales
urbanas (organizaciones comunitarias, propuestas artísticas), modos de acceder
o reinventar lo laboral (movimientos de trabajadores), reivindicación de etnias
y de identidades ancestrales (indígenas, afrodescendientes), reafirmación de
género y de libertad sexual (movimientos feministas y diverso-sexuales)… Entre
otros.
Podríamos ver entonces los
movimientos sociales como conjuntos de personas que, como colectivos
organizados, inventan y asumen acciones
que en sí mismas se integran en diversos ámbitos (económico-social-cultural-ancestral-político).
En el despliegue de estas acciones, se favorecen las situaciones de encuentro,
intercambio e integración social. Ello supone que, como seres humanos, todos
somos iguales ante la ley y ante Dios, tenemos las mismas posibilidades y las
mismas oportunidades. La naturaleza y la forma en que nos relacionamos entre
sí, y no las propiedades adquiridas, definen lo que somos. La sociedad es, en
consecuencia, una configuración de personas-colectivos, interconectados entre
sí. Cada colectivo, en relación con los otros, desde sus ámbitos específicos,
imprime dirección y sus propios rasgos a la vida social.
¿Y
cómo miramos la ética desde estos movimientos sociales?
Queremos referirnos a los movimientos sociales como
sujetos colectivos que, desde sus vivencias cotidianas, encarnan utopías
concretas que –bien leídas e interpretadas- pueden darnos señales de las sociedades del
futuro que aspiramos construir. Nos cuidamos de idealizar tales movimientos,
pues sabemos que se originan y desarrollan en estas sociedades latinoamericanas
que, como hemos visto, están signadas por situaciones de injusticia, inequidad,
asimetrías. Y estas condiciones inevitablemente están presentes en todos
nosotros, hasta que mediante profundas reflexiones y procesos de solidaridad
crecientes, podamos minimizarlas.
En
nuestro proceso revolucionario venezolano actual no hay dualidad entre la ética
(normas y pautas para la acción personal) y la política (ideario y proceso de
acciones colectivas). El coloniaje-vasallaje secular está presente en nuestra
cotidianidad y nuestras relaciones cotidianas, por lo que cualquier acción en
nuestra familia, nuestra vecindad, con nuestras amistades, en nuestro ámbito
laboral, es tan política como la organización política propiamente dicha. En
cualquier espacio social en que nos movamos podemos cuestionar y reconstruir el
tejido social heredado de los colonizadores, en lo socioeconómico, lingüístico-cultural y lo
institucional, en aras de nuevos ensayos sociales. Así, cualquier posición que
asumamos desde la ética, es también una posición política.
¿Cuáles
pautas éticas podemos aprender de los movimientos sociales?
Por ejemplo, desde los movimientos sociales
latinoamericanos, la ética se asume como superación de un estado de cosas y encarnación
de utopías concretas, vivenciales. Veamos las siguientes pautas:
1.
La sociedad actual,
cimentada sobre la desigualdad, la opresión, la injusticia y la exclusión nos
condiciona para la competencia inclemente entre seres humanos, para la
explotación y la subordinación. En cambio, las búsquedas de nuevos estadios sociales
nos convidan a vivir y trabajar en armonía, solidaridad, confraternidad. Constituyendo
el tejido de lo colectivo, mediante el diálogo constante y profundo, nos
convertiremos en protagonistas de procesos históricos inéditos.
2.
Nuestro núcleo
fundamental de identidad no está en el mundo capitalista occidental colonial, sino
en las luchas por la liberación de múltiples pueblos, desde nuestros
ancestros indígenas, pero también los pueblos árabes, africanos, asiáticos… Nos
identificamos, no con formas sociales que suponen la cima de la evolución
humana (el fin de la historia), sino con aquellas otras que luchan para
liberarse de yugos y sometimientos de potencias imperiales y sus vasallos.
3.
Desde la óptica de
las luchas por la emancipación y la creación de nuevos esquemas
civilizacionales basados en la reciprocidad, la confraternidad y la
construcción social colectiva en equidad, el estado no puede minimizarse, ni
dejar suelta la competitividad salvaje, sino que debe ser un actor fundamental en
la fundación de nuevos marcos jurídicos y nuevos horizontes de organización social,
donde todos los seres humanos –sin excepción alguna- seamos protagonistas de
nuestros procesos de vida solidaria.
4.
Estas posiciones,
lejos de considerar la naturaleza como un reservorio de materias primas
que amerita ser explotada y saqueada, nos la presenta como una madre cósmica
y material (la pachamama), como un organismo vivo que nos contiene y del
que somos parte, y al que debemos respeto y amor.
5.
Este camino que
emerge desde los movimientos sociales necesariamente está acompañado de una
forma de reencantamiento del mundo, de una revitalización creciente de la
humana espiritualidad –que no tiene que ver con ninguna religión-, con la reconquista de los
universos metafóricos, con una visión cotidiana anegada de poesía en
movimiento.
¿Hacia una ética de la liberación?
Un
camino posible para liberarnos en solidaridad y propiciar la transformación
radical de nuestras formas relacionales hacia el buen vivir, pasa por el
establecimiento de relaciones dialógicas con las personas que tienen que ver
con nuestros ámbitos cotidianos, por el avance por convertirnos en colectivos
de aprendizaje constante, por el ensayo
permanente de procesos y proyectos socioproductivos, sociales y culturales, desde
el amor y el respeto a la Naturaleza, teniendo como eje una mirada
latinoamericana y mundial.
Tal
camino implica un trabajo cotidiano para abrir y sostener espacios de diálogo
con sentido entre personas, desde su originariedad y diversidad, es decir,
entre artistas, intelectuales, sabios ancestrales, científicos, comunidades de
sabedoras y sabedores, para reinterpretarnos, para recrearnos desde nuestra
historicidad actual, para reconstruir nuestros tejidos culturales integrando lo
ancestral y lo contemporáneo, en aras de generar las condiciones para vivir
nuestras utopías concretas.
Lo anterior
nos coloca ante la posibilidad de ensayar siempre formas de liberación
progresiva con familiares, amigos, organizaciones, instituciones, países,
regiones –entendiendo que todos son también espacios políticos- en la
construcción de nuevas formas, esquemas, pautas de relaciones solidarias y
cooperativas, de redes solidarias de producción y socialización de bienes para
la vida de todos.
Para
esto, parece necesario inventar sistemas de aprendizaje, saberes integrados e
integrales, más allá de las instituciones educativas tradicionales, inmersas en
todos los espacios sociales, siempre compartibles, siempre transformables.
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