Como otros, estoy en suelo,
de espaldas al muro. Afuera, la lluvia arremete contra los altos ventanales. Inés
viene junto a mí, apretando con fuerza mi brazo izquierdo. De vez en cuando
exhibe un llanto callado, profundo. No me atrevo a mirarla, temo no reconocerla
ya. El miedo nos ha transfigurado.
Mas allá, entre otros ancianos, están
los tíos de Inés, sentados sobre uno de los bancos de madera. Han decidido
asumir un silencio espeso, oscuro. Miran a ninguna parte, como si ya la vida
les hubiese abandonado.
Más de cien personas vinimos a buscar
refugio en esta iglesia. Preferimos abarrotar este lugar, antes de tener que
enfrentar lo que ronda allá afuera.
Algunas mujeres amamantan a sus hijos
pequeños. Otras se colocan en un estrecho círculo, susurrando compulsivamente
para no pensar. Los niños, a veces, se
ausentan del silencio de los mayores e improvisan juegos en los breves espacios
posibles. Una risa ocasional resquebraja la solidez del miedo.
Los hombres en su mayoría simulan
dormir. Pronto vendrá una cuadrilla a descansar; otra tendrá que suplirla. Es
necesario que alguien vigile siempre allá afuera.
1
El río desbordaba con violencia su
cauce.
-¿Y ahora? –preguntó Inés, asustada.
Llevábamos a cuesta cinco horas de
carretera y la lluvia nos acompañaba desde hacía rato. Por otra parte, los tíos
de Inés nos esperaban, y el río era el único camino a Barranca.
Con una oración silenciosa, dirigí el
jeep hacia lo que recordaba eran los espacios llanos del río. Advertí a Inés
que, de quedar atrapados en la corriente, abriéramos de inmediato ambas
puertas.
No fue necesario hacerlo.
Los tíos nos recibieron con abrazos y
lágrimas. Comentaron que Barranca nunca había vivido un invierno tan
desmesurado como este. El miedo empezaba a recorrer todos los espacios.
Cenamos, intentando refugiarnos en
nuestras palabras. Cuando Inés anunció nuestro inminente matrimonio, explotaron
algunas risas y vinieron nuevos abrazos. Por supuesto, antes de dormir, el tío
en el cuarto que me asignaron. Era su deber ponerme los puntos sobre las íes,
con respecto a esa sobrina que era como su hija.
2
Unos días después, la lluvia pasó a
segundo plano.
La noticia anegó todos los rincones
del pueblo. Ya no se trataba de gallinas y becerros despedazados por una fiera
nocturna, en las afueras de Barranca. Ahora le tocó el turno a uno de los
peones de Don Facundo. Fue encontrado muerto, destrozado, junto a una de las
talanqueras de la enorme hacienda. Nadie, entre sus cincuenta y tantos
compañeros de faena, oyó nada durante la noche.
Algunos señalaron que debió ser
devorado por algún animal salvaje. Otros sostenían que esto no era posible,
puesto que el último cunaguaro había sido muerto años atrás por el propio Don
Facundo.
Cuando la lluvia disminuyó un poco,
enterraron al peón. Chapoteamos en el barro, rumbo al cementerio. La procesión
se movía llena de paraguas negros, en un difícil silencio.
Cuando el padre Miguel ofrecía su
eucaristía, apareció de la nada el loco José. Inés se prendió violentamente de
mí. Más grotesco que nunca, el demente empezó a vociferar:
-¡La bestia está aquí, entre nosotros!
Nadie escapará de su furia.
El Jefe Civil se adelantó con sus dos
policías, para echar al loco del lugar. Bajo empujones y golpes, éste proseguía
su desatinado discurso. El padre Miguel alzó su voz, entonando una oración.
Trataba de enterrar con sus palabras el temor colectivo. Don Facundo dejó oir
su estruendosa voz:
-¡Yo mismo voy a encargarme de este
asunto! ¡Vuelvan a sus casas! Y dejen tranquilo a ese loco.
Al salir del cementerio, Don Facundo
embistió al Jefe Civil, que trató de detenerle. Tras el hacendado, salieron el
capataz y los otros peones.
La multitud se apresuró a abandonar el
cementerio. Los que hacían de sepultureros, prácticamente arrojaron el féretro
del peón en la fosa. Echaron algunas
paletadas de lodo encima y salieron a toda prisa. Sólo quedó en el lugar el
loco José.
-¡Prepárense! –vociferaba-. ¡La bestia
vino para quedarse!
Inés, sus tíos y yo subimos al jeep
para regresar a casa. En el camino, nadie dijo una sola palabra.
3
Supimos que Don Facundo y sus hombres
no lograron encontrar al animal. Dos días después regresaron agotados,
enfermos. El tío comentó que ahora sí estaba el pueblo verdaderamente
desamparado.
La lluvia seguía presente. Un día,
desde nuestra ventana, vimos un grupo de familias trasladando sus enseres a la
iglesia. Inés fue a preguntar qué pasaba. Eran familiares de los peones de Don
Facundo. Les parecí más seguro habitar en adelante entre aquellos grandes muros
coloniales. Comenté a Inés que la gente tendía a exagerarlo todo.
La mañana siguiente, alguien llamó con
insistencia a nuestra puerta. Inés y los tíos se miraron, aterrados. Me acerqué
lentamente y pregunté:
-¿Quién es? –mi propia voz me parecía
extraña.
Era uno de los policías, acompañado de
un vecino. Los tíos le permitieron entrar. El policía, destilando agua, explicó
que fue enviado por el Jefe Civil. Debía comunicarlos que era conveniente que
fuésemos a refugiarnos con los otros en la iglesia.
El tío quiso decir algo. No estaba de
acuerdo con aquello. El animal no se acercaría al pueblo. Además…
-Bueno –dijo el policía-, es que ya
llegó al pueblo…
-¿Qué dices? –exclamó el tío.
-Ustedes no saben –inquirió el policía
tímidamente-. Pánfilo el bodeguero...está muerto. Fue despedazado como Genaro,
el peón. Su perro, usted sabe que era grande, quedó igual.
Entonces intervino el acompañante:
-La bestia rompió la puerta de madera
buena… y entró.
4
Así treinta y tantas familias
invadieron la iglesia de Barranca.
Al principio, la cercanía nos daba
fuerzas. Hasta nos atrevíamos a sonreir y a hablar en voz alta.
Don Facundo, imponente, hacía que
pudiésemos respirar con profundidad. Rifle en mano, dirigía las cuadrillas que
vigilaban el pueblo. Todos parecíamos sentirnos seguros en sus manos.
El padre Miguel se encargaba de la
organización doméstica. Las cuadrillas nos traían alimentos de la hacienda y
del abasto, y grupos alternos de mujeres cocinaban en la vecina casa
parroquial. La Legión de María
organizaba las visitas a los sanitarios de las casas más cercanas. Por
las tardes, se hacía una misa para pedir protección divina.
El Jefe Civil y sus policías se
sometían a las órdenes de Don Facundo. Hasta ahora, los teléfonos del pueblo
seguían muertos.
5
Hoy muy temprano participé en mi
primera cuadrilla. Como no sabía manejar armas de fuego, me asignaron una
cabilla.
Al salir, Inés vino a abrazarme con
fuerza, llenándome de besos, lágrimas y saliva. Sus tíos tuvieron que venir a
sujetarla. Creo que señaló que si algo me pasaba, ella se entregaría a la
bestia.
Fuimos. Siete en total. Tres con
rifles. Dos con machetes. Dos con cabillas.
La lluvia hizo una engañosa pausa. Una
blanqueada oscuridad nos agredía. Nadie decía nada. Nadie parecía esperar nada.
Nuestros cuerpos se movían automáticamente. Los pasos chasqueaban en el barro,
en el frío, en el miedo.
Cuando llegamos al mercado, nos
pareció escuchar unos extraños aullidos. Nos pusimos inmediatamente en guardia.
El miedo me había desalojado. Una
extraña fuerza empujaba mi cuerpo hacia la muerte. Quise nombrar a Inés, quise
traer un recuerdo cualquiera. Pero fue inútil. Sólo éramos un grupo de sombras
enfrentadas a lo inesperado.
Empezamos a caminar entre tarantines y
mostradores abandonados, sin separarnos demasiado. Apreté la cabilla en mis
manos y traté en vano de recordar alguna
oración.
¡Súbito!
Algo se arrojó sobre nosotros. Sonaron
disparos y aullidos. Solté la cabilla, y creo que me arrojé al suelo, llorando de terror.
Cuando pude levantar la vista, ví a
mis compañeros de cuadrilla haciendo un círculo. Entre ellos, el loco José se
revolcaba en el suelo. Su sangre se desparramaba hacia los charcos
circundantes. Quería decir algo. Tal vez pretendía advertirnos que la bestia
estaba ya demasiado cerca. Pero no pudo emitir ya sonido alguno.
Nos miramos, sin atrevernos a decir
nada. Lentamente, empezamos a movernos. Seguimos nuestra ronda, ausentes de
nosotros mismos. Hasta que llegó la hora de regresar.
6
Estamos de nuevo en la iglesia. La
lluvia se derrama estrepitosamente sobre los muros. Inés, ya sin llorar,
continúa prendida a mi brazo.
Los que estábamos de cuadrilla
evitamos mirarnos. Nadie sabe de la muerte del loco José. A nadie le interesa,
por demás, saberlo. El silencio se ha hecho más espeso. Ya los niños no juegan,
no ríen, ni hablan. Todo puede acabar en cualquier momento. Y nadie podrá
evitarlo.
El padre Miguel intenta en vano
recordarnos la fe. Pero a nadie le interesan ahora sus palabras transmundanas.
Don Facundo ha envejecido de manera
atroz. Ahora está sentado a la orilla de un banco, inmensamente abatido. En
silencio, hemos aprendido a odiarle, pues ya no puede darnos seguridad.
Nuestros cuerpos están derramados por
dondequiera. Pero nadie se atreve a dormir. Queremos estar despiertos cuando la
bestia rompa la puerta y entre. Yo mismo le ayudaré a destrozar cuerpos, antes
de entregarme a sus mortales dentelladas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario